Día Mundial de la Poesía: la memoria prodigiosa de Francisca Aguirre

5 años 2 meses antes - 5 años 1 mes antes #83 por club-lectura
Dice Todorov que cuando los acontecimientos vividos por un individuo o por un grupo son de naturaleza excepcional o trágica, el derecho de este individuo o de este grupo a dar a conocer su propia historia, se convierte en un deber (más bien en dos): primero, acordarse de todo, y segundo, dar testimonio de ello. Francisca Aguirre puede ser un claro ejemplo de ello.
“Escribes para no andar a gritos y para no volverte loca. La poesía tranquiliza. A mí me ayuda. El mundo es injusto pero el lenguaje es inocente. El poder de las mujeres es tener la oportunidad de decir que no. Por eso es tan importante la educación, la independencia. Queda mucho por hacer porque la desigualdad sigue siendo enorme: entre hombre y mujeres, entre ricos y pobres…”, dice Francisca Aguirre (Alicante, 1930), cuya infancia, como la de tantas personas de su generación, se vio truncada por la llegada de la Guerra Civil. Hija del pintor y policía republicano Francisco Aguirre, tuvo que huir en 1939 a Francia junto con sus hermanas y sus padres, coincidiendo en el tiempo con su admirado y querido Antonio Machado (“Yo era pequeña / y tenía sueño. / Don Antonio era viejo / y también tenía sueño /. Señor, qué imperdonable: / haber nacido demasiado pronto / y haber llegado demasiado tarde”). Allí, en el puerto de Le Havre, esperaron un barco que los llevaría a América, pero que nunca llegó. Volvieron a España y poco después su padre fue encarcelado en Porlier y fusilado. A partir de ahí, su vida y la de su familia no fue nada fácil. Autodidacta y trabajadora incansable, trabaja como telefonista y se refugia en la literatura, su arma secreta para combatir una realidad que la ahoga (“descubrir los libros ha sido uno de los pocos regalos que la vida me ha hecho”). En los años cincuenta, frecuenta las tertulias literarias de Madrid y se relaciona con los escritores de la época, entre ellos el que luego sería su marido, Félix Grande, y con el que tuvo una hija, la también poeta Guadalupe Grande. La influencia de estos (Luis Rosales, sobre todo) y la lectura de Kavafis, la harán romper con todo lo escrito hasta ahora, y es por eso que, aunque escribe desde muy joven, su primer libro, Itaca, no aparece hasta 1972. Así pues, aunque por su edad perteneció a la Generación del 50, por unas razones o por otras, nunca apareció en el retrato oficial.
Los tres pilares fundamentales de su poesía serán, a partir de entonces, la vida, el arte y la libertad. La soledad, la espera, con sin esperanza, el tiempo, el sujeto, la falta de futuro, la falta de Dios, serán los temas que impregnen sus poemas. “Francisca Aguirre, acompáñate”, se dice a sí misma, porque sabe que es eso lo único que tiene, “esa vida tan remendada a la que tantas veces le saqué el dobladillo para alargarla un poco más”.
“En la noche fui hasta el mar para pedir socorro / y el mar me respondió socorro”, ¿puede haber mayor soledad? Para combatirla, para exorcizar su angustia, escribe, escribe mucho, largos poemas a veces muy narrativos, como si de un cuento se tratara, su propio cuento que no tuvo un final feliz: “Aquellas niñas en hilera / que cantaban para espantar el hambre / son éstas que escriben poemas.”
Después de Itaca publica Los trescientos escalones en 1977. Aquí, la experiencia colectiva de la derrota en la guerra civil, así como su propia derrota personal, sobre todo la muerte de su padre, quedan sintetizados en versos como este: “Papá, perdimos tantas cosas / además de la infancia”. Este magnífico y conmovedor libro se cierra con tres poemas impactantes: “La chiquita piconera”, “El último mohicano” y “Los trescientos escalones”, agrupados bajo el título “La infancia continúa subiendo la escalera”, esa escalera que su padre le pintó no solo “para que pudiera subir, vivir”, sino también “una escalera para descender, callar, y sentarme a tu lado como entonces”, porque “algunas veces sucede que me canso”.
Otra de sus grandes pasiones es la música, muy presente en toda su obra, y sobre todo en su siguiente libro, La otra música (1978), esa música que sigue sonando “a guerra macilenta / a deserción en campo de batalla”, la música que abre heridas, la música de los inocentes que “componen millones de ignorados que no cantan desde hace siglos”, pero siempre “moderato”, “tarareando, indiferentes, educados y viejos”, porque “hay un concierto agazapado entre los huesos (…) / hay un concierto terco y palpitante” que nos obliga a querer ver la vida desde fuera y “desear ser sólo un elemento del planeta”.
A continuación escribe dos libros de prosa, también atravesados por su memoria, uno de ellos de no ficción (Espejito, espejito) y otro de relatos (Que planche Rosa Luxemburgo).
Hasta 1996 no vuelve a publicar poesía con Ensayo general (1981-1993), título que utiliza posteriormente para varias de sus recopilaciones poéticas, y que a diferencia de sus otros poemarios está compuesto de sonetos clásicos dedicados en su mayor parte al amor, o, más bien, al desamor, porque “el amor, lo sé por experiencia, / es una extraña fiera siempre hambrienta / que no brinda descanso ni consuelo”.
En 1999 publica Pavana del desasosiego (“detrás de la tristeza canta un mirlo: / por fin tu corazón oye y entiende. / Todo está bien. Pero hace mucho frío”). Aunque a veces la tristeza le da un respiro, sobre todo cuando acude a los instantes de felicidad que le proporciona lo cotidiano, junto a su marido y su hija, no es hasta más adelante, en sus siguientes poemarios, que puede acudir al menos al consuelo de la ironía: La herida absurda (2006) y (2008).
“La vida es tan confusa que dentro de ella cabe todo, y algunas cosas que creíamos que eran joyas no son más que baratijas, mientras que algo que nos parecía de hojalata era de oro, o algo que creíamos que era una piedra era un diamante”.
Son los desperdicios, los escombros, tan presentes en sus poemas y que dotan a su obra de un hondo significado y un sello propio.Con Historia de una anatomía (2011) se le concede el Premio Nacional de Poesía y consigue parte del reconocimiento que quizá hasta ahora se le había negado.
Sus últimos libros publicados son Los maestros cantores (2011), prosas poéticas dedicadas a sus grandes poetas de siempre y Conversaciones con mi animal de compañía (2012), en el que se desvía del tema autobiográfico, para, con humor y sencillez, indagar en los problemas del ser humano contemporáneo.
En 2018 obtuvo el Premio Nacional de las Letras, según el jurado “por estar su poesía (la más machadiana de la generación del medio siglo) entre la desolación y la clarividencia, la lucidez y el dolor”. Estamos de acuerdo.
Vamos a vencer los reparos que tenemos a veces para leer poesía, y celebremos este Día Mundial de la Poesía leyendo una selección de poemas de Francisca Aguirre, elaborada en exclusiva por el Club de Lectura UCO, además del cuento Que planche Rosa Luxemburgo, y que os podéis descargar en pdf sólo si os habéis registrado. También podéis encontrar algo de su obra en la Biblioteca .

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